Por: Alejandro Ratia | 

REIVINDICACIÓN DE LA MEMORIA

Nacido en Halabja, Kurdistan iraquí, en 1971, el artista Rushdi Anwar vive estos momentos entre Chiang Mai, Tailandia, y Melbourne, Australia. Su condición de emigrado, su extraterritorialidad forzada, la comparte con muchos otros kurdos, cuyo país es un ejemplo dramático de nación privada de un estado. Necesariamente, este conflicto centenario, vivido en carne propia, se ha convertido en argumento para su trabajo. Lo más interesante de su caso es la forma como lo aborda, con una elocuencia que sabe caminar por la cuerda floja entre lo emotivo y lo irónico, y que resulta muy efectiva en su multiforme resolución plástica.

En medio del ajetreo de Bangkok, el centro de Arte Jim Thompson, con su exquisita arquitectura, resulta un oasis de reflexión. Nos recuerda también que la ciudad es lugar de encuentro fructífero de muchas culturas. Allí, el montaje de Rushdi Anwar puede engañarnos con su elegancia, porque, en realidad, funciona como una inteligente bofetada.

La más impactante de las piezas es una estatua ecuestre desfigurada con crueldad. Es la cuidosa réplica, en latón y acero, de un monumento que fue víctima de las iras del ISIS, cerca de Mosul. El personaje profanado es Ezidi Mirza, un héroe histórico de la minoría yazidí. Luchador contra los turcos. El vandalismo contra las estatuas viene a ser un intento de borrar el pasado. En ciertas ocasiones, se atacan símbolos impuestos, pero aquí, por el contrario, se trata de las señas de una identidad colectiva. Esta estatua sin rostro ha sido testigo del exterminio de los heterodoxos yazidíes, y de la conversión de sus mujeres en esclavas sexuales, algo que condujo al suicidio a muchas de ellas. Un genocidio cruelmente efectivo. Se trata de una obra que ya pudo verse en la Bienal de Sharjah, en los Emiratos Árabes Unidos.

Muchas veces se identifica la geografía política con un tablero sobre el que juegan las grandes potencias. La metáfora la materializa Rushdi Anwar con un mapa metálico del Kurdistán, configurado a modo de mesa, apoyado sobre puntiagudas balas. Ese territorio aparece escindido, repartido entre dos estados, Irak e Irán. Un brusco abismo se abre entre las familias. Sobre ese tablero se reparten imágenes de las particulares “desastres de la guerra” kurdos. Las cartas con las que juegan los diplomáticos son las vidas de la gente.

La exposición es en lo esencial una reivindicación de la memoria. Entre otros dispositivos, suma una serie de estelas simbólicas. En una de ellas, un hombre reza junto a una estrecha acequia. Sus zapatos han quedado al otro lado. Él reza en Irak, sus zapatos le esperan en Irán. Ambos, se nos dice, están en el Kurdistán.

Estas divisiones traumáticas se asocian a un proceso colonialista, iniciado en la Primera Guerra Mundial, con la idea de repartirse entre los aliados el botín del Imperio Otomano. Mark Sykes y François Georges-Picot, un diplomático británico y otro francés, dieron su nombre a un acuerdo que dividió Oriente Medio en áreas de influencia. Sus consecuencias siguen sufriéndose hasta hoy. Muy elegantes, muy condecorados, candidatos, como Lawrence de Arabia, a ser protagonistas de un biopic, esos dos personajes, con los mapas tatuados sobre sus efigies, contemplan siniestramente el presente.

Los otomanos, las potencias coloniales, los dictadores o el Dáesh coinciden unos tras otros en la idea de borrar la identidad kurda. Rushdi Anwar trabaja a la contra, revelando las trampas diplomáticas, recuperando la historia e intentando proponer incluso nuevos héroes para su pueblo. La identidad requiere seguir alimentándose. En este sentido, nos propone un héroe no violento, Hoshyar Byawelaiy, un kurdo que, tras ver morir a su hermano, viene dedicando su vida a localizar y anular las minas antipersona que se plantaron en la frontera. En esa tarea ha perdido, sucesivamente, sus dos piernas. Algo que no le ha hecho abandonar su empeño. A este respecto, se presentan en la exposición un conjunto de fotografías y un emotivo vídeo. Veremos que Hoshyar cuida un paradójico jardín de minas desactivadas.

Rushdi Anwar tiene difícil, sin embargo, ser optimista. En Oriente Medio parece que sobren las buenas palabras, y la realidad se esfuerza en empeorar cada día pese a ellas. El título de su exposición en Bangkok, “A hope and peace to end all hope and peace” (esperanza y paz para acabar con cualquier paz o esperanza) es también el un vídeo tristemente lúcido. En él se caligrafían, con tozudez, una vez y otra, superponiéndose, las palabras esperanza y paz, consiguiendo, con esa inútil insistencia, un laberinto emborronado e inextricable. Es un vídeo que me parece antológico.

HASTA: 10 de marzo de 2024

Comisaria: Zoe Butt

The Jim Thompson Art Center. Bangkok

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