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La fotografía de Cristina de Middel y Miguel Trillo

Por: Emanuela Saladini 
Centre del Carme Cultura Contemporània, Valencia

Es difícil imaginar cómo y qué percibían los espectadores cuando miraban las esculturas de una catedral en el medioevo: ¿las leerían como un cuento de piedra?, ¿cómo una lección de religión?, o quizás ¿cómo una obra de arte, disfrutando de sus calidades estéticas? Tampoco podemos imaginar la reacción del público frente a una obra pictórica que representara un hecho contemporáneo y que generara fuertes emociones, por ejemplo, La balsa de la medusa de Gericault. La emoción que causa un cuadro que relata un drama contemporáneo podría ser un mixto de conmoción y de admiración por la fuerza de la pintura y por el acontecimiento real. No me imagino hoy a un pintor representando realísticamente el drama de los ahogados de las pateras que se hunden en nuestro mar.

La fotografía, a mi parecer, es la forma de arte que puede generar esta mezcla de emociones: la conmoción por ver representado algo que ha pasado realmente y la emoción por la belleza o por lo sublime generado por las propias calidades estéticas. La fotografía, además, cuando es testimonio de la realidad, añade la posibilidad de descubrir algo que era desconocido y que estuvo allí. Las dos exposiciones del Centre del Carme de Valencia, Etcetera!, de Cristina de Middel y Asiatown, de Miguel Trillo, tienen la peculiaridad de aunar estrechamente estas dos vertientes. Podemos leer dos cuentos, dos narraciones, aunque muy diferentes, y emocionarnos por la calidad estética y por la fuerza de la representación. Una potencia de la imagen que, por otra parte, pertenece sólo al lenguaje fotográfico. Una unión entre el Hic et nunc de Walter Benjamin y el instante del Faust de Goethe, mezclado con las calidades propias del lenguaje fotográfico.

La fotografía, además, puede dialogar con el espacio, a veces de un modo sorprendente. La exposición Etcéterá!, de Cristina de Middel y comisariada por Rafael Doctor, despliega todas las posibilidades de la fotografía. La organización de las imágenes en el espacio expositivo es un elemento fundamental y el más evidente en la primera sala.
Etcétera! parece un experimento sobre la acumulación, sobre el miedo al vacío, una acumulación casi taxonómica donde la repetición de algunos elementos, las diferentes dimensiones y las diferentes calidades de la impresión fotográficas, ponen de manifiesto la no-unicidad de la fotografía pero también su valor documental y estético.
Nos encontramos frente a una citación de los gabinetes de curiosidad o de los Salones de la Francia del siglo XIX o, simplemente, frente a una recopilación de las experiencias del artista, una recopilación de sus vivencias, una especie de diario de viaje.
En el primer momento prevalece la sensación de acumulación desordenada o decorativa, desaparece la imagen individual, en pro de una unidad conseguida a través de repeticiones y contrastes. Sin embargo, de repente el ojo elige una imágen y busca un sentido narrativo o una afinidad electiva entre las fotografías. Cada espectador puede encontrar su narración, su imagen generadora de un discurso, pero hay elementos comunes que, a mi parecer, son distintivos de Cristina de Middel. Una visión surrealista mezclada con una representación casi periodística de la realidad; una sensibilidad de viajera comprometida con el mundo y una representación poética, emotiva. Las imágenes de la artista son bellas y también conmovedoras o extrañas.

También tienen algo de apocalíptico, como si señalaran todas las incongruencias de un mundo de injusticias y exclusiones, un mundo de dictaduras que se repiten clamando distintas banderas, pero con la misma brutalidad. Sin embargo, la fotógrafa parece también revelar la esperanza que cada individuo alberga, que cada instante promete realizar, a través de sus imágenes más oníricas.

Unas fotografías apoyadas en el suelo diseñan un recorrido hasta trepar la pared colindante a la sala siguiente. Esta flecha o recorrido de imágenes permite analizar algunas fotos con otra perspectiva, más cercana.

La segunda sala juega también con la narración lineal y con cierto minimalismo propio del relato periodístico. Las fotografías relatan las experiencias y las motivaciones de distintos clientes de prostitutas en distintos lugares del mundo. Los retratos se perciben como representaciones objetivas de personajes reales. Pretenden ser objetivas, porque, en efecto, no sabemos si son tomas instantáneas o construidas, pero leemos las fotografías en primera instancia como documentos. Los lugares y los encuadres de las imágenes generan emociones contrastantes. Los textos que acompañan las fotos, presentados como si fueran escritos a máquina, como si fueran fichas policiales, parecen describir la escena de un crimen. Los relatos desfilan y presentan los testimonios de los clientes, reunidos por zonas geográficas. Más allá de los evidentes contrastes entre culturas, entre la explotación de la mujer relacionada con la pobreza y la ignorancia, resulta impactante la frecuente justificación del ritual de paso a la edad adulta y también la presencia de cierto sentido de culpabilidad, como si los testigos se justificaran frente a la policía. No faltan, sin embargo, también relatos románticos a la Pretty Woman o tímidas confesiones. 

En esta sala prevalece la narración textual, con unas fotografías que parecen acompañar al texto, y que presentan indicios más que regalarnos una experiencia estética per se. Aunque hay algunos retratos que quedan en la memoria, cómo el de Eugeny, un vendedor soltero de Bangkok, retratado en una habitación probablemente de hotel, con un espejo detrás que lo refleja, sentado en una cama y en la penumbra. Una mirada entre lánguida y perdida, una pose de ligero abandono, un aire romántico, parecen todos elementos que refutan el texto donde se revela como un habitual de la prostitución.

El contraste con la acumulación de la primera sala es evidente y sin embargo los dos espacios se complementan por el tipo de narración. La presencia y el compromiso de la artista se respira en las dos salas, aunque con ritmos diferentes. En cada fotografía podemos intuir su mirada y esta es propiamente el regalo que nos confía Cristina de Middel: una mirada única y sorprendente al mundo que nos rodea; una mirada sensible y compleja, que evita transformarse en panfleto.

La segunda exposición de fotografías del CCCC de Valencia se titula Asiatown y es una fantástica recopilación de retratos de jóvenes asiáticos. Miguel Trillo parece encontrar en la calle, como un flaneur del siglo XXI, la belleza y extrañeza de una generación. El artista retrata a unos jóvenes que buscan en la estética de su indumentaria, en su maquillaje, peinados y pose, una declaración de identidad que es, muy a menudo, de una fuerza extraordinaria. Las fotografías, además, son técnica y estéticamente maravillosas y las miradas de los jóvenes retratados son muy a menudo magnéticas.

Es posible que mi fascinación se encuentre aumentada por la lente de la nostalgia y por la extrañeza que me producen estas imágenes de adolescentes, aunque creo que me podría pasar lo mismo mirando imágenes de animales exóticos en vía de extinción. El artista parece justamente reflejar este momento de la juventud que es tan pasajero y hermoso. Son fotografías que retratan todo el potencial de una generación. Entre poesía y violencia, entre agresividad y dulzura, las miradas de los retratados nos descolocan y parecen preguntarnos qué tipo de mundo les está esperando, qué mundo hemos construido para ellos. Una diferencia sorprendente se detecta entre las fotografías de retratos del primer periodo de Miguel Trillo, sus imágenes testigos de la movida madrileña, y las fotografías de esta exposición. Mientras las primeras parecen encuadres rápidos, para no molestar, casi de reojo, estas últimas son de una naturalidad sorprendente y, sin embargo, de un refinamiento estético muy llamativo: cómo si los retratados estuvieran preparando su atuendo y su pose por mucho tiempo y, sin embargo, el fotógrafo los hubiera captado en un instante pasajero. No son fotografías de estudio, pero parece que lo sean.

Se puede opinar que los jóvenes hoy están acostumbrados a ser fotografiados y a fotografiarse, a buscar su identidad no sólo en un grupo sino en una especificidad que realce su identidad. No tienen seguramente miedo a la imagen, a la reproducción y a la difusión, no te rompen la cara si quieres fotografiarlos, sino que, casi siempre, aman ser retratados. Sin embargo, estas fotografías parecen también intimas, sin desfachatez, como si los retratados buscaran más bien ser atendidos, mirados con atención. Parece que los protagonistas se sintieran alagados y a veces intimidados frente a la cámara de un fotógrafo profesional o que, aunque, controlando completamente su imagen, se le escapara la necesidad de ser observados detenidamente. Parece que las miradas escapen a la compulsividad y superficialidad de las imágenes enviadas por Instagram. Estas fotografías tienen algo de ritual, de unicidad, que me recuerda la pose que se tomaba antes en el estudio de un fotógrafo para inmortalizar un evento importante. Los adolescentes tienen expresiones serias,
concentradas y revelan algo de su mundo, tanto exterior como interior, por eso conmueven, en el sentido que nos mueven hacia ellos.

También la colocación de las fotografías en la pared, en grupo o aisladas, polípticos de retratos a veces acompañados por paisajes y ciudades, revela la mirada atenta y curiosa de un viajero privilegiado.

La tesis de una asiatización, de un futuro estético cada vez más marcado por la influencia de Asia y del Pacifico, se une a un cambio en la definición de los límites de género, cada vez más fluidos, según Miguel Trillo. Cada uno de estos jóvenes parece libre de expresarse, por lo menos a nivel visual. Su identidad es como un cuadro, una obra de arte. Al margen de la moda, de las redes y de la globalización, son capaces de mezclar fragmentos de identidad para marcar su propria estética, una estética única y fascinante. Aunque podemos buscar referencias en los distintos grupos sociales, en la influencia de los mangas, de las imágenes necrófilas de las series y películas juveniles, cada retrato es algo intensamente único.

Una fotografía parece resumir magníficamente la mirada de Miguel Trillo: unas Vespas y varias motos en segundo plano y en primer plano el manillar y el espejo de una moto negra. En el brazo del espejo está apoyado un cuervo que parece inclinarse para mirar su reflejo. Este instante, este equilibrio entre las distintas tonalidades de negro de las motos y el movimiento del pájaro, dispara nuestra sorpresa y nuestra interpretación: un cuervo que se mira en el espejo, quizás una reunión de motoristas, o quizás una banda juvenil. El gris de la cabeza del cuervo es tan delicado que da ganas de acariciarlo: parece la pelusa de un pájaro joven, un joven mirándose al espejo.

Si la fotografía tiene una singularidad respecto a otras formas artísticas es la de ser una imagen y al mismo tiempo un documento. Su capacidad para emocionar o interesar puede depender tanto de las calidades estéticas como de la fuerza de la propia representación. La potencia de una fotografía no es sólo el punctum que definía Roland Barthes, este elemento punzante que llama nuestra atención, sino el relato de la propia imagen. Creo haber entendido algo más del mundo en que vivimos viendo las fotografías de Miguel Trillo y Cristina de Middel. Creo haberme emocionado del mismo modo que los espectadores de las catedrales cuando miraban seres de piedra. El arte permite entender nuestra cultura a través de las imágenes, dejando una huella diferente respecto a la escritura, a veces una huella más profunda porque dispara emociones sin necesariamente interpelar a la razón. Algo ha estado allí de verdad y este algo el artista nos lo regala para que no desaparezca para siempre, dejándolo abierto a la interpretación, a nuestros propios recuerdos y vivencias, y también, a nuestras propias limitaciones, que, con suerte, el arte puede paliar.

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