El hilo rojo del destino es una antigua leyenda oriental que se encuentra tanto en la mitología china (红线) como en la japonesa (赤い糸) y se relaciona con la idea de que un fino e invisible hilo rojo conecta afectivamente a las personas. Más allá del lugar, del contexto o de las circunstancias que le toque vivir a cada una, acabarán encontrándose en algún momento, pues están unidas por un vínculo inquebrantable. Aunque esta creencia ha sido capturada por las fantasías del amor romántico, el mito alude en realidad a la fuerza del destino que enlaza nuestras vidas, sin importar la naturaleza de la unión. Más profundamente, se relaciona con la confianza, con la fe en que algo nos sostiene más allá de nuestros actos, e invoca un hilo rojo atado al meñique como símbolo de una constelación de conexiones infinitas, de una red amorosa capaz de contener la solitaria existencia del individuo. Es, qué duda cabe, una hermosa creencia. Ojalá todas las personas, independientemente de su origen, pudieran confiar en el destino de esta forma.
Muchas artistas, la mayoría mujeres no europeas, han utilizado la potencia de una hebra o de un trazo rojizo como reclamo, como un gesto político y emocional que aborda la otra cara de este mito oriental, su contrarrelato. A veces ha sido un camino, una costura, una mancha, una cascada roja que cae hasta el suelo. Otras, ha sido la sangre de un cuerpo la que dibuja sobre una superficie; es el caso de los sudarios de Teresa Margolles, del rostro ensangrentado de Ana Mendieta o de sus siluetas en la arena. Pero también son los quipus de Cecilia Vicuña, las costuras de los cuerpos desmembrados de Catalina Parra, las corrientes subterráneas de Mona Hatoum o las fotografías bordadas con hilo rojo de la serie A fine line (2022) que Mónica de Miranda presenta en esta exposición. Son obras, prácticas e imaginarios de artistas que desde tiempos y espacios muy distantes se comunican, de una manera casi espectral, como parte de una red de conexiones irrevocables. Lo fantasmagórico importa, afirma Avery F. Gordon, al confirmar que las apariciones de fuerzas del pasado acuden al presente una y otra vez de formas múltiples y complejas. Es también el hilo rojo del destino, en este caso subrayando el desamor universal.
Mónica de Miranda (Oporto, 1976) ha desarrollado una contundente obra en torno a la diáspora africana en Europa, específicamente en el contexto portugués. Utilizando como medios principales la fotografía y el video, su trabajo ha explorado la memoria de la tierra y del paisaje después de los procesos de colonización iniciados por los habitantes del continente europeo a partir del siglo xvi. En formatos colaborativos, en los que su práctica siempre entra en diálogo con otros creadores, la artista indaga en la herida colonial de los territorios subalternizados, pero lo hace desde una composición visual antagónica a la desgracia. «Sus imágenes son líricas, performativas y contemplativas: momentos tranquilos que se ofrecen como una especie de consuelo», escribe el curador Mark Sealy en relación con la práctica fotográfica de Mónica. Efectivamente, hay una dualidad, un contraste en los ejercicios de representación de sus trabajos: la tensión de la historia a la que aluden opera como una criptografía cuyo desciframiento ofrece siempre un espacio para la reparación.
Para el proyecto Shadows fall behind, De Miranda ha realizado una investigación profunda de la frontera terrestre entre España y Marruecos, en la costa norte africana. Recorrió las ciudades de Ceuta y Melilla intentando comprender esa otra clase de urdimbre que entrelaza —siempre trágicamente— una valla fronteriza con los sueños migrantes de la tierra prometida. Las fotografías nos muestran el paisaje al que miran esos sueños. ¿Será que hay alguien allá, en la otra orilla, con un lazo rojo atado a mi meñique? ¿Acaso se rompió el hilo que nos mantenía a salvo? Podrían ser las preguntas de quien ya no está para escuchar las respuestas. Como un sutil decorado, la artista superpone bordados de patrones tradicionales islámicos sobre el horizonte de la costa española. Y, !ahí está!, nuevamente lo fantasmal, el espectro de una hibridación cultural cien veces negada. El hilo rojo señala aquí una cartografía imaginaria que transgrede el dibujo geopolítico de esta frontera y le otorga la calidez de una textura, de algo que pueda ofrecer un cierto tipo de abrigo.
Junto a las fotografías, la artista presenta la pieza audiovisual Border song (2022), realizada en colaboración con el músico afroportugués Xullaji. El video recorre la valla de Ceuta y Melilla, un contorno de no más de veinte kilómetros, desde un coche en movimiento. Sus imágenes nos convocan a una dolorosa procesión en la que se entremezclan las voces, los sonidos y los cánticos de uno y otro lado de esta línea de acero. La sangre allí ha perdido su color. En esta trama solo hay hilos cortados, descosidos, roturas, desmembramiento, división.
En su trabajo de campo, Mónica de Miranda ha escuchado a decenas de personas que permanecen ancladas en la frontera entre, como sentencia Achille Mbembe, «quién puede vivir y quién debe morir». El proyecto se sostiene sobre capas y capas de relatos de quienes están forzosamente lejos del lugar que los vio nacer, de vidas al límite de toda humanidad, cuando el paisaje de los sueños se ha transformado en pesadilla. A través de la ficción que proponen estos tejidos y estas voces entrelazadas, la artista aventura un gesto de amparo, un simbólico refugio frente a la catástrofe que supone permanecer en estas tierras.
La fronteriza autora chicana Gloria Anzaldúa sugiere la idea de un mundo surdo donde tenga cabida toda disidencia, toda otredad, para la cual, precisamente, se han creado las fronteras. Sus palabras se entrecruzan con las imágenes que Mónica de Miranda presenta en esta exposición, pues ofrecen la posibilidad, al menos, de imaginar un destino.
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