Por: Pedro Medina |
Venecia 2009, Italics. Arte italiano entre tradición y revolución, 1968-2008. Me encontraba en el Palacio Grassi para contemplar la revisión del arte italiano realizada Francesco Bonami. Me acompañaba un amigo diseñador, que quedó por un momento con los ojos como platos cuando a mitad de recorrido nos topamos con un filopeso de Bruno Munari, una delicada escultura que pende del techo, compuesta por hilos que se tensan gracias a una plomada, obteniendo como resultado una pieza que puede percibirse como un dibujo en el aire. Mi amigo espetó: “¿pero qué hace aquí Munari?”, con una mezcla de perplejidad y admiración. El creador italiano era una de sus referencias sagradas desde los años de estudio, precisamente para delimitar el trabajo del diseñador según un método que se diferenciaba del proceder artístico, más proclive al individualismo y ajeno a la funcionalidad, de ahí que le gustase su reconocimiento dentro de esta historia del arte italiano, aunque no dejase de percibir su presencia como algo fuera de lugar. Bonami abrió el canon, para reconocer la excelencia más allá de purismos o pertenencias académicas, no obstante, la reacción de mi amigo es significativa sobre la posición que ocupa este infatigable y divertido experimentador.
Turín 2017, Bruno Munari, artista total. En este caso, el personaje que nos ocupa se convertía en el protagonista absoluto en el Museo Ettore Fico, un espacio de grandes dimensiones, que permitía la puesta en escena de numerosos ejemplos de cada una de las tipologías creadas por Munari. Iniciaba mostrando las raíces futuristas, entre otras influencias, y en ella Claudio Cerritelli se lanzaba a pregonar su condición de “artista total”, consciente de la situación anteriormente anunciada como habitante de las lábiles fronteras entre arte y diseño. Anunciaba así su residencia definitiva en el olimpo artístico, gracias a su experimentación de la complejidad por medio de un universo de elecciones posibles. Por tanto, dejaba atrás la diferencia establecida por el propio Munari en en el capítulo “Fantasía y creatividad” de Artista y diseñador (1971), donde se defiende que es el artista quien trabaja con la primera y el diseñador con la segunda, una volcada a la pura ideación y la otra a un sentido práctico. En pocas palabras, al final del recorrido propuesto por Cerritelli es la “fantasía” la que sale triunfante.
Madrid 2022, Bruno Munari. Para esta primera retrospectiva en España –aunque se ha de recordar que ha habido exposiciones monográficas con anterioridad, como la dedicada en 2020 por la galería Aural–, un equipo curatorial formado por Marco Meneguzzo, Manuel Fontán, Aida Capa y Beatrice de Ruvo, asumen en la Fundación Juan March la superación de distinciones corporativas, quedando claro desde el principio su condición de “artista multidisciplinar”, para destacar que es precisamente esta dimensión la que convierte su trayectoria en un lugar privilegiado de contemporaneidad, desde el que reflexionar sobre el proceso creativo. Ello viene reforzado por la presencia de Marco Meneguzzo, el comisario de la primera antológica de Munari en el Palacio Real de Milán en 1986. Fue esta muestra la que supuso el inicio de la valoración de su figura más allá del ámbito del diseño, en el que gustoso se había situado en un primer momento el autor, para ir más allá del “método de la duda permanente”, como regla no dogmática, indicando un criterio bajo el que entender el conjunto de su trayectoria: «Es el sentido global (…) de la versatilidad e ideación de Munari el que debe ser objeto de un análisis crítico» –como confesó Meneguzzo en aquel entonces.
Ello es patente en el generoso catálogo de la Fundación March, coherente y afortunadamente más desenfadado y menos institucional que el de otras retrospectivas, que permite una honda reflexión sobre su legado. De esta manera, en línea con el nodo teórico que se está planteando aquí, Miguel Cereceda ha reflejado lúcidamente su relación con cuestiones fundamentales de las vanguardias artísticas, pero sobre todo la fecunda paradoja que se halla en obras como sus “máquinas inútiles”. Ejemplifican a la perfección cómo las contraposiciones de método no son tan netas, observándose cómo Munari transita en realidad todos los ámbitos, incluso sirviéndose del mismo método para proyectos aparentemente destinados a fines diferentes. Al respecto, habría que recordar también las variaciones sobre los Tenedores parlantes, que son formas de diversión –un elemento esencial en Munari– que diseñó sin ningún fin práctico, solamente para jugar con la fantasía, modificando los objetos de uso con humor, para huir de las lógicas del comportamiento cotidiano.
De esta forma, la síntesis de la obra del propio Munari podría ser la que refleja Maurizio Vitta: «Transfiere la fantasía en la creatividad, la ordena, la organiza y la transforma en método. Es un fantasista creativo, como es evidente en otro libro, Fantasía, que corrige parcialmente Artista y diseñador». Lo que queda entonces es la potencialidad del “hacer”, que no destierra las características estéticas del objeto mientras permite dos tipos de aproximación a los mismos, no necesariamente irreconciliables, lo que convertiría al propio Munari en «el eslabón perdido entre moderno y postmoderno, en el paso del racionalismo de forma-función al decorativismo subversivo de Memphis, pero también al anti-Sottsass (…) [para quien] la emoción va antes de la función; para Munari, al contrario, la función crea la emoción».
La exposición de la Fundación March se entrega a mostrar este espíritu, cuyo inicio hace un mayor hincapié en la relación con algunos movimientos artísticos (del futurismo al arte concreto o el mundo del diseño en Milán) y en la dimensión lúdica de la mirada de Munari, que es enfatizada no solo por el humor evidente implícito en muchas piezas, sino también por un taller para niños que cierra el recorrido expositivo. Estos serían los márgenes de una completísima colección de obras –de hecho, es considerable la densidad de piezas por metro cuadrado–, donde son varios los momentos donde sorprende su imaginación, e incluso donde se puede apreciar el rigor de un método que, no obstante, no es del todo evidente para el visitante medio.
Se navega así entre signos y archipiélagos de significados, que adquieren la entidad de nuevos lugares desde los que trazar caminos diferentes a los ya transitados, convencidos de la creación de nuevas armonías y contrastes, relaciones y correspondencias sin fin. Es así como se debe entender a Munari cuando afirma ser un productor de “sentido estético”, donde el arte es juego, algo que deriva hacia la articulación compartida de una sugerente constelación de combinaciones. En definitiva, cada obra de Munari es un sistema de sistemas, una estimulante enciclopedia abierta de variaciones, producto de la ambición de experimentar nuevas ópticas para divisar un mundo, que debe ser cualquier cosa menos un contenedor rígido y aburrido.