Por: Emanuela Saladini
Boltanski ha muerto. Viva Boltanski.

Conocí a Boltanski en 2009. Seguramente no era el mismo Boltanski que reunió los objetos de “Reconstitución d’un accident qui ne m’a pas encore arrivé et où j’ai trouvé la mort”. En esta obra de 1969, un joven artista creaba falsos documentos y falsas fotografías del lugar de un percance en el que, supuestamente, había perdido la vida. Un carnet sanitario, la fotografía del accidente, un dossier parecido a una investigación policial o a la pesquisa de una aseguradora.

El Boltanski de 2009 que conocí no bromeaba ya tanto con la muerte, sino que confesaba que toda su obra había hablado de ella. En un dialogo constante con el tiempo y la memoria, Boltanski intentaba guardar fragmentos de nuestra vida, esta vida que siempre se nos escapa. Como un Fausto desesperado frente a este instante que siempre nos abandona, Boltanski buscaba en los fragmentos un limite al paso del tiempo, un dique para detener el olvido. Desde las cajas de galletas a las fotografías de los nazis, desde los mineros de Halifax a los objetos de su exposición “Compra-Venta” en la sala del Almudín de Valencia, Boltanski no ha hecho otra cosa que contar las historias que nosotros estábamos olvidando. Sin embargo, cuando el artista, en una de sus intervenciones, expone algunas de las obras de arte de los ganadores de la Bienal de Venecia de 1938, del período fascista italiano, descubre otra paradoja: nuestra capacidad de valoración, nuestra memoria, es hija de nuestro tiempo, de nuestra interpretación de la historia, de nuestras limitaciones intelectuales, de nuestra falta o de nuestra capacidad para entender la época en la que vivimos. Baudelaire se equivocó en valorar a un dibujante y pintor menor como Constantin Guys, creyendo que podría encarnar su idea del pintor de la modernidad. ¿Nos equivocaremos nosotros en valorar a Boltanski cómo uno de los más importantes artistas franceses contemporáneos? Cuando estaba escribiendo mi tesis doctoral e investigando en la Escuela de Bellas Artes de París hubo un profesor, compañero del mismo Boltanski en la Facultad, que me recordó la imposibilidad de valorar la obra de un artista antes de que hubieran pasado, por lo menos, setenta años desde su muerte. La paradoja del historiador y del crítico es justamente encontrar una lupa que tenga la distancia adecuada para valorar los fragmentos de una época determinada. Demasiado cerca o demasiado lejos no depende tanto del objeto de estudio, del fragmento de historia que queremos estudiar, sino de lo que queremos descubrir. Podemos reinterpretar las grandes batallas, las grandes tragedias o descubrir la muerte de un soldado anónimo que podría haber cambiado la historia o nuestra percepción de la historia. En este campo difuso entre historia y filosofía, trabajaba Boltanski. En este campo hay que entender su obra. La ironía que a menudo utilizaba este “enfant terrible” del arte contemporáneo, parecía un boomerang que golpeaba el mundo del arte, con sus códigos de valoración económica tan aleatorios, pero que también ponía en entredicho la propia creación del artista. En este flujo de imágenes aparentemente insustanciales, Boltanski parecía poner en cuestión también el valor de las sombras de sus pequeñas esculturas de alambre en “Leçons de ténèbres”, así como las vestimentas colgadas de un árbol en una intervención en el CGAC de Santiago de Compostela. Como un demiurgo, nos obligaba a mirar las sombras de las cosas para que descubriéramos nuestra propia cueva. ¿Qué quedará de sus instalaciones sino unas fotografías de algo que podría no haber sido? Sin embargo, el olor de la ropa que una enorme grúa mecánica tiraba al suelo en el Grand Palais para Manifesta 2010, probablemente estará grabada en nuestra memoria como el olor de la magdalena de Proust.

Conseguí una entrevista informal en el patio de la Escuela de Bellas Artes de Paris en 2009, el mismo año en el que Boltanski se jubilaba como profesor de la Facultad. Christian Boltanski era un narrador magnifico y sus palabras parecían parábolas, o también pequeñas bromas, que había que descifrar. También era un seductor y no es de extrañar que su película preferida era La noche del cazador de Charles Laughton. El protagonista de la película es un hombre de Dios y también un embustero y Boltanski parecía fascinado por la ambivalencia.

El azar le había permitido conocer a un hombre que vivía en Tasmania y que había ganado mucho dinero jugando en el Casino. El hombre tenía una increíble memoria numérica y gracias a esta capacidad se había hecho muy rico y se había transformado en un coleccionista. Este nuevo millonario había propuesto al artista filmar en directo todo lo que pasaba en su estudio y proyectar finalmente las imágenes en una gruta de Tasmania. El jugador, finalmente, pagaría una cantidad fija de dinero cada mes por las grabaciones, hasta la muerte de Boltanski. Según los cálculos del coleccionista, la inversión habría resultado rentable si el artista hubiera muerto antes que pasaran ocho años. Hoy me pregunto quién habrá ganado, Boltanski o este coleccionista de números, mientras imaginaré que también su muerte haya sido una obra de arte. Viva Boltanski.

PUBLICADOS RECIENTEMENTE