Por: Pedro Medina |
Estéticas políticas
Al contrario de lo que ocurre en la Bienal arquitectura, donde los pabellones nacionales suelen seguir la tesis propuesta por el comisario principal –un modelo fue la de Rem Koolhaas–, en la Bienal arte parece que cada país actúe con criterios propios. Sin embargo, este año la sección oficial está presente en las participaciones nacionales, marcando más que una línea argumentativa, un carácter “político” mayor de lo que parece a primera vista.
En primer lugar, por el manifiesto apoyo general a Ucrania ante la invasión rusa, que tuvo como primera consecuencia la no apertura del pabellón de Rusia, debido a la dimisión de comisario y artistas en protesta por la acción de su país; elogiable, pero también previsible, ya que en cualquier caso no habría abierto. Por otro lado, la implicación de Cecilia Alemani, quien ya contaba con una artista clásica de origen ucraniano, Sonia Delaunay, y sobre todo del Presidente de la Bienal, Roberto Cicutto, manifestada en la cesión de espacios y producción de obra. La primera, las instalaciones al aire libre en Piazza Ucrania en el centro de los Giardini, con pirámides de sacos de arena y la exposición de dibujos y pequeñas obras procedentes de la comunidad de artistas aún en su país. También el pabellón de Ucrania en el Arsenale, con la pieza de Pavlo Makov, que progresivamente reduce su agua hasta agotarla. Y la menos mediática pero también significativa presencia en la Scuola Grande della Misericordia, en colaboración con el Pinchuk Art Centre de Kiev, para constituir un “pabellón de la resistencia” denominado ‘This is Ukraine: Defending Freedom’, que cuenta con piezas de artistas ucranianos junto con otras de artistas famosos como Damien Hirst, Marina Abramovic o Takashi Murakami.
Las circunstancias del momento han producido que los focos se dirigieran hacia el país invadido, restando protagonismo a las nuevas entradas nacionales en el programa de la Bienal. Son cinco: Camerún, Namibia, Nepal, Omán y Uganda. De ellos, fue premiado por el jurado el último, comisariado por Shaheen Merali y con las obras de Acaye Kerunen y Collin Sekajugo. Merece también mención ‘El tiempo de las quimeras’ del pabellón de Camerún, con una doble muestra física y digital, contando en la segunda con piezas de criptoarte de los españoles Marina Núñez y Miguel Soler-Roig, en la línea, por un lado, del Decentral Art Pavilion y, por otro, de la apertura a artistas de otros países, que comentaremos en breve.
Sin embargo, más allá de las circunstancias actuales, cabe observar una corriente que atraviesa el subsuelo de las propuestas nacionales y que va más allá de la pacífica competencia de naciones, a través de las excelencias patrias, en la que se basa el modelo de la Bienal. En cambio, este año ha experimentado un fenómeno que no es nuevo, aunque nunca dado con esta espontánea difusión; probablemente inspirado por la vocación multicultural con la que partió el proyecto de Cecilia Alemani. Se trata de la acogida de extranjeros en los pabellones nacionales y de la atención a minorías étnicas inéditas en ediciones anteriores.
En primer lugar, destaca la cesión a Estonia del histórico pabellón de Holanda en los Giardini. Dentro de un espíritu similar, llama la atención la cantidad de artistas apátridas o que son ellos mismos expresión de mestizaje cultural, como es el caso de la franco-argelina Zineb Sedira, que ha estudiado y vive en Londres; o la apuesta de Suiza por la artista de origen magrebí Latifa Echakhch.
Por ello, se debe insistir en las conexiones con la Bienal de 1993 en la que Achile Bonito Oliva daba impulso a posturas globalistas y postmodernas para reflexionar sobre la identidad y su redefinición, apoyada en un nomadismo simbólico que se tradujo en el inicio de la dispersión de pabellones por la ciudad y en la ruptura del concepto tradicional de “pabellón nacional”. En efecto, adoptó una actitud transnacional con hitos históricos como la presencia de Nam June Paik acompañando a Hans Haacke en el pabellón de Alemania, la pareja Joseph Kosuth – Lois Viktor en el de Hungría, y la propuesta de Louise Bourgeois en el de Estados Unidos. Además, en el Pabellón Italia (el antiguo nombre del Pabellón La Biennale en los Giardini) una parte se reservó a los países sin pabellón nacional propio, al mismo tiempo que la sección ‘Puntos del arte’ exploraba temas ligados al viaje y el descubrimiento.
En segundo lugar, después de los numerosos episodios racistas que dieron lugar al “Black Lives Matter”, era de esperar que la raza negra fuera representada, por primera vez, por una afroamericana. No podía hacerlo mejor que con Simone Leigh, que ha creado uno de los mejores y más contundentes pabellones de este año, transformado totalmente en su exterior para proyectar una imagen colonial, que alberga sus conocidas esculturas de mujeres negras en una sucesión tan impecable como impactante. Asimismo, los países nórdicos no han rotado su participación individual en el bello pabellón de los Giardini, presentándose este año juntos para homenajear a la comunidad sami. En esta línea, la comunidad gitana adquiere visibilidad por primera vez, y lo hace por partida doble, en Grecia y Polonia.
La pieza que ha llamado más la atención es ‘Oedipus in Search of Colonus’, a cargo de Loukia Alavanou, quien, a través de un film en realidad virtual –medio del que hablaremos más adelante– poético y crudo, transporta al público a una Grecia marginal, donde Edipo es un héroe contemporáneo, un exiliado que, como el personaje clásico, busca un lugar donde su cuerpo pueda ser sepultado, como ocurre hoy con los gitanos que viven en las chabolas de la periferia de Atenas. Además, el montaje del pabellón está inspirado en el trabajo del arquitecto Takis Zenetos, que señala el camino de una posible utopía.
Por otro lado, en el pabellón polaco se revisan los frescos del Palacio Schifanoia de Ferrara, conocidos gracias a Aby Warburg como ejemplo de pervivencia de las imágenes y por ser de tema astrológico. En ‘Reencantar el mundo’, Malgorzata Mirga-Tas crea un manifiesto sobre la identidad y el arte “rom” como experiencia histórica común entre polacos y gitanos, cuyo éxodo y llegada a Europa aparecen ahora no como en los grabados de Jacques Callot, sino debidamente “descolonizados” por el artista, junto con retratos de mujeres gitanas y escenas cotidianas de la ciudad natal de la artista.
El título del pabellón polaco hace alusión al libro de Silvia Federici, ‘Re-enchanting the World: Feminism and the Politics of the Commons’ (2018), también de cabecera de Cecilia Alemani. Ello demuestra la voluntad de seguir la tesis central, proponiendo un reencantamiento del mundo como manera de replantear la idea de “comunidad”, para reconstruir las relaciones con todos los seres vivientes; un proceso no violento, en el que las mujeres desempeñan un papel fundamental.
Además, este reconocimiento de la comunidad gitana, la minoría más grande de Europa marcada por la movilidad constante, adquiere un carácter simbólico especial, más en un momento de ensalzamientos patrióticos y en un contexto como los históricos Giardini de la Bienal, para quizás convertir la experiencia del viaje en una promesa de transformación más allá de fronteras. Así aparecía en la ‘Nueva Babilonia’ de Constant, ese proyecto de campamento nómada en Alba y que se convertirá en iluminador horizonte utópico. Para ello, hace falta que no se entienda desde una culpa europea, sino como sincera inmersión en el punto de vista nómada, sin idealizaciones de ningún exilio y como promesa cosmopolita que destierre la guerra. Puestos a crear imaginarios desde el arte, aquí hay premisas desde la que concebir otras realidades.
Polémica en torno a los premios oficiales
En los premios a los pabellones nacionales ha habido una continuidad con el comisariado de Alemani y con la atmósfera recién descrita, yendo el León de Oro al pabellón de Gran Bretaña, representado este año por Sonia Boyce, también mujer y de raza negra, que ha creado una instalación multimedia, atractiva, con vídeos de cantantes improvisando y cantando a cappella para mostrar la potencialidad del juego colaborativo, pero no inolvidable. Es un buen pabellón, aunque probablemente había otros que merecían más el premio, sobre todo dos.
Tanto por puesta en escena como por discurso y sintonía con el espíritu multicultural reinante, la exposición que reúne todos los requisitos es ‘Los sueños no tienen título’, esa “colonización” argelina del pabellón francés que ha sido capaz de desarrollar con originalidad y magnífica factura una narración sobre la esencia del cine y, al mismo tiempo, que atiende a cuestiones sobre la identidad. De hecho, ha recibido una mención especial –«como reconocimiento y agradeciendo el intercambio de ideas y solidaridad, como por la idea de construir comunidades en la diáspora. Por haber examinado la compleja historia del cine más allá de Occidente y por las múltiples historias de resistencia presentes en su trabajo»–, sin embargo, merecía más.
Del pabellón de la citada Zineb Sedira y comisariado por Yasmina Reggad, Sam Bardaouil y Till Fellrath, se han de reconocer varios aspectos. Primero, el logrado juego de tramas, objetos y acciones, que convierte el pabellón en un estudio cinematográfico y en una sala de proyección, para exhibir un peculiar ‘making-of’ que propicia perspectivas sobre su propio film y su identidad. Para este fin, acude a varias películas italo-argelinas, en especial ‘Le bal’ (1983) de Ettore Scola –que es reconstruida en varios de sus detalles–, pero también ‘La batalla de Argel’ (1966) de Pontecorvo, ‘El extranjero’ (1966) de Visconti o el documental recientemente restaurado y hasta hace poco olvidado ‘Las manos libres’ (1964/5) de Ennio Lorenzini, que remiten principalmente a los sesenta, época de enorme agitación política y cultural en torno a la independencia de Argelia. Asimismo, se ha de reconocer un espíritu que se remonta a esa obra maestra de la metanarracción en cine que es ‘F de falso’ de Orson Welles. En efecto, la exposición de Sedira es una eficaz conjunción de elementos documentales, ficción y autobiografía, puesto que la autora se incluye en primera persona, escenificando su casa de Londres, junto con otros elementos que testimonian su migración y la memoria colectiva a la que pertenece; lo que permite que este gran archivo, que recrea otros, se perciba como algo vivo y en evolución. Hay quien se ha quedado únicamente con la divertida performance de la entrada, sin embargo, va más allá para ofrecer un logrado relato sobre la transnacionalidad, cuya profundidad reflexiva sobre el medio fílmico y la capacidad “descolonizadora” demostrada bien merecían un mayor reconocimiento.
Por otro lado, la prensa italiana ha reaccionado con mayor enfado que otras veces ante la exclusión de los premios de un pabellón rotundo e insólito, que había despertado más expectativas que otros años con exposiciones colectivas sin mucho éxito. Quizás en su contra haya jugado no coincidir con la línea política expuesta –aunque sí comparte esa mirada a la historia también reivindicada por Alemani–, lo cual no quiere decir que no haya construido un relato actual. En efecto, quizás para contrarrestar la posible ambigüedad de la propuesta, venía justificada –forzosamente– como respuesta al panorama pandémico, algo que no era necesario, pues son otras sus virtudes.
‘Historia de la noche y destino de los cometas’ es la propuesta de Gian Maria Tosatti, comisariada por Eugenio Viola, que escenifica el paisaje industrial del sueño productivo italiano a través de la recreación de espacios manufactureros, de salas repletas de máquinas de coser a las casas de los guardianes dentro de las fábricas, aunque ahora aparecen abandonos, igual que un pasado que aún confiaba en el progreso continuo. El pabellón deviene así un lugar de derrota de la sociedad industrial, si bien la parte final, dedicada al ‘Destino de los cometas’, se abre a un calmado mar nocturno –que recuerda la instalación de Giorgio Andreotta Calò en el Pabellón Italia comisariado por Cecilia Alemani en 2017– en el que sobrevuelan luciérnagas. Este elemento no es decorativo, pues hace alusión al famoso artículo de Pasolini ‘El vacío de poder en Italia’, que fue un aviso contra el fascismo superviviente y que ahora se extiende sobre un horizonte de catástrofes medioambientales, aunque con la esperanza de que el retorno de las luciérnagas pueda sacarnos de esta temible noche. Por ello, ejemplifica con fuerza un motivo que ha sido frecuente en esta Bienal: obras que simbolizan un estado de ruina, aunque sin hacer que prevalezca la desesperanza, puesto que la mirada al pasado debe servir para la producción de nuevos valores culturales. Es justo esta capacidad para convertir en símbolo la exposición, además de la poderosa puesta en escena, lo que le podría haber deparado mejor suerte, al menos una mención especial por parte del jurado.
Tipologías de propuestas curatoriales
Como se puede deducir de estas primeras notas, esta edición está caracterizada por formas muy diversas, entre las que se pueden identificar distintas tipologías y algunos ejemplos llamativos entre las 82 representaciones nacionales.
En primer lugar, no solo Francia ha sido la única en apostar por performances como parte de su puesta en escena. Para el visitante atraído por las artes escénicas, hay otras propuestas caracterizadas por su experimentación, como la de Marco Fusinato en el pabellón de Australia, con una estruendosa actuación en la que se establecen curiosas correspondencias entre sonido e imágenes.
Dentro de los abundantes proyectos descolonizadores y cosmopolitas, se debe recordar la mencionada cesión del pabellón de los Países Bajos a Estonia, donde Kristina Norman y Bita Razavi crean una curiosa y efectista instalación sobre la historia colonial y sus problemáticas. De hecho, son más los proyectos descolonizadores, de México a Nueva Zelanda, aunque quizás uno de los más sutiles y con mensaje más positivo haya sido el de Francis Alys, quien acude a casos de todo el mundo, aunque sobre todo del Congo, recordando así la historia colonial belga, para mostrar el modo universal de los niños al jugar. En el fondo, todos estos pabellones se enfrentan a las diversas formas y traumas de la memoria, muchas veces de una forma obvia, y en otras con una esencial elegancia, como ocurre en la instalación de Gerardo Goldwasser para Uruguay, que convierte el pabellón en una referencia al abuelo hebreo que, gracias a ser sastre, logró salvarse de Buchenwald.
Esto es algo que puede relacionarse con una meditación sobre el lugar que ocupa cada pabellón, como el honesto proyecto de Ignasi Aballí –comentado en Artecontexto– y que incluso propone “corregir” las guías de la ciudad y no solo la arquitectura del pabellón; o la imponente intervención “arqueológica” de Maria Eichorn en el de Alemania. Igual que ocurriera en la Bienal arquitectura, queda totalmente vacío, pero a diferencia del año pasado, no se activa un pabellón virtual, sino todo lo contrario, se actúa sobre el espacio histórico para desestructurarlo y contemplar qué hay tras paredes y suelo. Esta operación deja una parte central desconcertante distinta de la original de 1909. La diferencia se debe al pabellón nazi de 1938, aunque la excavación actuada no tiene un fin inmediatamente político, sino que se debe a una ambición metafísica inicial: transportar el entero pabellón a otro lugar para pensar el vacío que deja, invitando también a recordar aquellos lugares de ausencia (memoria) –ahora sí de una forma más política– de la propia ciudad, como aquellos desde los que deportaron hebreos en la II Guerra Mundial. Curioso que en los dos pabellones la intervención “arquitectónica” haya llevado a una redefinición o visibilidad de espacios de Venecia, aunque el turista veloz probablemente solo verá la ciudad de la guía tradicional y no la de los catálogos propuestos.
Como era de esperar, los pabellones con una base tecnológica son cada vez más frecuentes. Por un lado, los que utilizan realidad virtual. El más comentado ha sido el de Grecia, cuya autora explica del siguiente modo este recurso: «Estás en un espacio común y, sin embargo, tienes una experiencia de visión solitaria: es esa la tensión sobre la que juega mi exposición». De ahí que parezca pertinente el uso de esta tecnología. Más dudoso en este sentido, pero sin duda efectista, se halla el pabellón de RV en la Giudecca, concebido por Mariam Natroshvili y Detu Jincharadze para Georgia, que muestra un desorientador mundo, yermo como consecuencia de los errores del ser humano en el Planeta.
Dentro de otras experimentaciones, el pulcro y atmosférico pabellón de Japón, del colectivo Dumb Type, que invita a pensar la posverdad y la incidencia que tiene sobre una opinión pública ciega por sentimientos que no le dejan ver los hechos. También el sugestivo y acuático trabajo de Vladimir Nikolic en el pabellón de Serbia, que nos hace visualizar la naturaleza hipnóticamente a través de la tecnología que nos ofrecen grandes pantallas. O el monumental ‘Teaching Tree’ que ha construido Muhannad Shono para Arabia Saudí, sirviéndose de mecanismos robóticos. Sin embargo, la instalación que más ha sorprendido ha sido el homenaje a Caravaggio realizado por Arcangelo Sassolino, Giuseppe Schembri Bonaci y Brian Schembri en Malta, valiéndose de una tecnología a inducción que permite contemplar una lluvia de gotas de acero fundido que caen a la oscuridad.
Aunque no todos los experimentos son felices. Uno de ellos es el motor de inteligencia artificial en Egipto, por parte de Mohamed Shoukry, Weaam El Masry y Ahmed El Shaer, que pretende conseguir hondura con conceptos filosóficos y existenciales, pero del que solamente quedan en la mente del espectador los soportes grotescos sobre los que proyectan los resultados. En cambio, en Corea se ha dado la máxima expresión de esos organismos artificiales que de vez en cuando han asomado en esta Bienal, con un grado de perfección técnica y originalidad realmente loables en las instalaciones de Yunchul Kim, que transmiten de forma lograda la sensación de máquinas vivientes, provocando en el espectador tanta fascinación como inquietud.
Y si de pabellones turbadores queremos hablar, hay que mencionar los gigantescos minotauros muertos de Uffe Isolotto en Dinamarca; o el pabellón de Suiza, con la ya mencionada Latifa Echakhch, donde grandes esculturas humanoides, realizadas con materiales biodegradables, viven entre el fuego y abrumadores ritos folclóricos, para construir un estremecedor panorama que nos deja una vez más ante un paisaje en ruinas.
No obstante, no todo es desolación, sino que ya se van normalizando dinámicas de sostenibilidad ambiental en varios pabellones. Entre ellos –cómo no– el de Francia, pensado para un bajo impacto ambiental, o las turberas de Chile, que pretenden construir soluciones al mismo tiempo que una estética de la conservación ambiental. Sin embargo, ha encandilado más en este sentido el hipnótico ‘Perpetual Motion’ de Sigurour Guojonsson, comisariado para Islandia por la directora de arte del CERN Mónica Bello.
En definitiva, lo que parece saltar es el modelo de competición pacífica entre naciones a favor de unas miras más cosmopolitas y globales. Por otro lado, es alta la experimentación, de ahí el gran muestrario de proyectos, como consecuencia de la necesaria búsqueda de lenguajes emprendida por el arte para transmitir las nuevas experiencias de un mundo en continua metamorfosis. Para entenderlo, conviene considerar todo el sistema del arte más allá del universo de la Bienal, un hecho para el que también Venecia es un laboratorio privilegiado.
[–» Sigue en Bienal de Venecia 2022 (Parte III): Relación entre cultura, empresa y ciudad]