Por: Pedro Medina |
El pasado 10 de febrero Pilar Rosado, artista e investigadora del programa Serra Húnter de la Universidad de Barcelona, concluyó el ciclo de conferencias Espectros de la imagen fotográfica en el CENDEAC. Conocida por sus programas de reconocimiento de imágenes, aplicados al arte abstracto, entre otras posibilidades, Rosado explicó diversos proyectos artísticos, principalmente aplicados al ámbito de la imagen, que están basados en algoritmos que permiten que máquinas pinten con un estilo determinado, escriban párrafos coherentes de texto o compongan música agradable al oído, suponiendo el inicio de una revolución generativa que abre múltiples interrogantes sobre los mecanismos de la creación. Sus posibilidades han quedado de manifiesto en varios proyectos en colaboración con Joan Fontcuberta, como Prosopagnosia, una colección de rostros generados automáticamente por un algoritmo denominado GAN. (redes generativas antagónicas).
De la conferencia se obtuvo no solo la convicción del horizonte creativo que se abre ante nuestros ojos, gracias a redes neuronales que pueden extraer patrones relevantes de nuestras colecciones de imágenes, sino también el interés que despiertan los intentos fallidos de las máquinas y buscar los porqués de aparentes errores o asociaciones inesperadas, para entender cómo funciona la visión por computadora. De hecho, las GAN. no pueden formular una intención ni evaluar sus propios resultados, pero sí pueden proporcionar nuevos imaginarios formales y conceptuales. «Nuestro reto es tender puentes entre el aprendizaje generativo y el arte, estando atentos a la imaginación algorítmica» –afirmó, por último, Rosado.
En esta línea de argumentos, encontramos proyectos muy interesantes, como La iconografía en la era del algoritmo, de Jorge Luis Marzo, quien plantea la predicción de un estilo artístico mediante algoritmos de aprendizaje automático. Se hipotiza que bastaría tener un dataset suficientemente grande para que la predicción sea válida; en este caso compuesto por elementos como un catálogo histórico de las obras y artistas en colecciones importantes, ventas de obras a precios altos, principales exposiciones de arte contemporáneo, premios prestigiosos de los últimos años y portadas de revistas de arte y sus principales artículos.
Es fácil que el escepticismo surja ante esta propuesta, pues parece difícil que esta predicción sea fiable en un contexto que debería considerar desde razones de gusto a coyunturas económicas, predisposiciones políticas e incluso los secretos del acto creativo; por no hablar de los criterios de valor con los que se realiza la selección de ese dataset. Sin embargo, en el fondo, la historia del arte ha sido el estudio de patrones capaces de relacionar distintos aspectos formales, sociales e históricos, desde que Vasari estableciera un esquema iconológico para defender cuál era el arte relevante de su época. Además, siguiendo a matemáticos como Alfred Whitehead, se podría considerar que el arte no es más que la imposición de un patrón a la experiencia, dependiendo el disfrute estético del reconocimiento de un patrón.
De este modo, la disciplina iconológica descrita sería una aplicación científica: los patrones ayudan a la estadística a establecer lo más probable y, en ese sentido, el uso de algoritmos puede ser muy útil. Sin embargo, su deriva podría llevar a una reducción arriesgada de la iconología (que interpreta el significado de una imagen en función de un contexto) a iconografía (que describe y clasifica las imágenes). Además, no son pocos los problemas detectados en el uso de logaritmos predictivos, que podrían estar condicionados por prejuicios procedentes de las bases de datos o por intereses comerciales, condenando a la invisibilidad lo que no quede comprendido dentro de la “normalidad” establecida por el logaritmo.
En cualquier caso, es evidente que la relación establecida por Marzo puede tener efectos en la forma de percibir y comprender las imágenes. Por tanto, también en su función social, su “fortuna” y el papel que tendrán en el nuevo régimen escópico de la “algocracia” –como la ha definido John Danaher.
Esté o no justificada esta deriva, es una realidad, como demuestra la creciente aplicación de Inteligencia Artificial en el mundo de las artes visuales. Lo prueban ejemplos como la propuesta de noviembre de 2019 de la Bienal de Liverpool y el Whitney Museum of American Art: The Next Biennial Should be Curated by a Machine. En este caso, se investigan las relaciones entre Inteligencia Artificial y comisariado, basándose en la creación de un gran dataset con procesos de exposiciones y el uso de un algoritmo para producir nuevas propuestas expositivas. Pronto surgieron iniciativas similares como Jarvis, el programa de Inteligencia Artificial de la Bienal de Bucarest, desarrollado por Spinnwerk, que parte de la generación de un pequeño texto que sirve de guía para plantear una exposición extraída de las bases de datos de diversas universidades, galerías y centros de arte, contando, además, con un desarrollo virtual de la bienal, que la hace accesible en todo el mundo. Su título: Farewell to Research (Adiós a la investigación).
Ante esta propuesta, se ha de señalar que parte de una idea muy limitada de lo que es un comisario, quien no es un simple prescriptor de obras, sino que debería crear teoría en torno a la exposición, bien aportando un punto de vista diferente sobre una obra, artista o movimiento conocidos, o bien sobre algún aspecto social o narrativamente novedoso, colaborando a menudo con el artista en el desarrollo de las piezas y de la exposición. Es decir, le niega el carácter creativo al comisario.
En cualquier caso, estos pocos ejemplos demuestran el potencial de los algoritmos, así como su carácter complementario y no sustitutivo de la teoría. Sin embargo, hay otro aspecto no explícito, pero importante en estas disputas: la desaparición también del autor. Este es un hecho que se puede afrontar desde distintas posiciones. Una podría ser la que conecta con las formas de leer y escribir que propicia el texto digital, que cuestionan la obra como algo definitivo y que erosionan la linealidad, como consecuencia del carácter compartido de la experiencia lectora y creativa.
Se trataría pues de una creación “aumentada”, favorecida por el mundo digital y que, entre otras posibilidades, propicia procesos combinatorios que recuerdan a la fuerza expresiva de algunos textos de Italo Calvino o de grupos como OULIPO, abiertos a la escritura colaborativa. En principio, son procedimientos que parecen “naturales” en el ámbito digital, por lo que se podría considerar el culto al autor como una disposición opuesta al carácter colectivo de las dinámicas online, tanto en su concepción como en su elaboración y, por supuesto, en la vida posterior de cualquier obra. Además, coincide con aquellos procesos creativos cuya complejidad es tal que adquieren por necesidad un carácter colectivo (desde la realización de un producto fílmico a la confección de un videojuego).
En correspondencia con este aspecto, existen numerosos experimentos narrativos colectivos como Luther Blissett, que luego pasó a ser Wu Ming. Su primera novela fue Q (1999), con algunas características sobresalientes: el citado carácter colectivo, la multidisciplinariedad de los autores implicados y ser publicada bajo licencia Creative Commons; además de otras características relativas al contenido, como darle protagonismo a personajes que tradicionalmente desarrollan un papel secundario.
Dentro del arte contemporáneo, también los italianos Luca Rossi, que comenzaron siendo una plataforma de crítica de arte y ahora se definen como una «identidad individual que cualquiera puede vestir». Estos experimentos no siempre ofrecen un resultado original y logrado –véase el caso de los franceses Comité invisible–, sin embargo, nos ponen en la pista del carácter colectivo y transversal de la creación, que en varios comportamientos artísticos se puede entender como potencial político y praxis social.
En efecto, basta ver la base del humanismo digital, a través de lo que fue su Manifiesto, para darse cuenta de la centralidad de estos elementos en la cultura digital, que expresa la voluntad de transdisciplinariedad y pensamiento creativo a través, sobre todo, de una disposición: la co-creación, que se desarrollará en ámbitos abiertos y open source. Esta naturaleza distribuida y democrática del conocimiento adquiere la forma de una cultura wiki, lo que implica, además de su esencia colaborativa, la horizontalidad de los roles.
En conjunto, estas prácticas muestran que el universo online ha propiciado la construcción de un paradigma colaborativo en el que participa una multitud interconectada. El usuario, integrado en esa multitud, se convierte en protagonista, y no mero espectador, de la gestación de una esfera común. Ahí reside la diferencia con la cultura de masas en los medios de comunicación: los individuos contribuyen a la formación de ese paisaje compartido.
La “interactividad”, y no entonces el algoritmo, es el elemento relevante. Incluso se podría concebir como un estadio más de esa enfatización del rol activo del espectador que ya iniciaron las vanguardias históricas y que potenciaron los nuevos comportamientos artísticos a finales de los sesenta y durante los setenta, aunque con una dimensión social mayor. Se disuelve así en gran parte de las dinámicas digitales la clásica contraposición entre objeto y proceso, autor y espectador, productor y usuario, lo que nos permite hablar de creación colectiva.
En este sentido, y volviendo al punto de partida de este artículo, el desarrollo de la Inteligencia Artificial posibilitó en 2016 la realización de un cuadro nuevo de Rembrandt a partir de 168.263 fragmentos pertenecientes a 346 obras suyas. Gracias a un algoritmo de reconocimiento facial y a un programa de aprendizaje, se identificaron los patrones del pintor holandés, lo que permitió pintar un cuadro nuevo imitando su estilo e incluso la pincelada y textura de sus cuadros. Asimismo, se aplican programas desarrollados por otros o algoritmos de machine learning, como el citado GAN, a imágenes preexistentes, como ha llevado a cabo Fontcuberta en sus Orogénesis o en la señalada Prosopagnosia, o el colectivo Obvious con Edmond de Belamy, vendida por 432.000 dólares, o Mario Klingemann, quien también ha subastado una obra íntegramente realizada con Inteligencia Artificial.
Estos son casos en los que la autoría suele reconocerse a quien aplica la tecnología de forma original, es decir, a quien tiene la idea, aunque empezamos a movernos en un confín que puede acarrear problemas legales acerca de los derechos de autor. Además, se podría llegar al caso extremo de máquinas que pueden crear obras por sí solas o, incluso, es perfectamente concebible que en un futuro libros o guiones sean modificados por algoritmos en función de los gustos y aficiones del público al que están destinados.
Dentro de este ambiente se halla el denominado CryptoArt (y los NFTs de moda), corriente artística que se está interpretando únicamente en clave mercantil, aunque se ha de señalar que se caracteriza por utilizar protocolos de certificación blockchain y la red peer-to-peer Ipfs (InterPlanetary File System), entre otras, lo que plantea un panorama llamativo de obras potencialmente reproducibles, pero cuya autoría e incluso unicidad pueden garantizarse.
La cuestión que surge entonces no solo atañe al valor comercial de la obra, sino también a su esencia: ¿la irrupción de una tecnología como blockchain puede suponer la vuelta de cierta aura (al menos por su unicidad, no por su carácter cultual) a las obras digitales? Parece contradictorio, pero sin duda se abre esta perspectiva. Y, en suma, deberíamos preguntarnos ¿qué límites tienen estos procesos? Los de nuestra imaginación, una vez que estas prácticas siguen implantándose y evolucionando y, con ellas, todo un amplio campo de posibilidades propias del mundo digital.
*El autor ha desarrollado estos argumentos en Islarios de contemporaneidad. Anomia digital y críticas de perspectivas múltiples, Murcia: CENDEAC, 2021.