Por: Pedro Medina |
Muchos viajes comienzan con un mapa. Tal fue su uso, con frecuencia práctico, a veces utópico, que pronto se multiplicaron sin cesar. La recopilación de los mismos adquirió con Mercator un nombre significativo: “atlas”. En su portada: la imagen del titán homónimo, culpable de dirigir una revuelta contra los dioses del Olimpo. Su condena: portar sobre los hombros el peso de la bóveda celeste.
El periplo que propone Atlas. Coordinadas e identidades en la Colección Mariano Yera no es tan dramático y sí una maravillosa oportunidad para contemplar pintura de una calidad excepcional. Sin embargo, más allá del indudable valor de verdaderas obras maestras de la pintura española de las últimas décadas, nos encontramos con una disposición comisarial prodigiosa. Quien visite la exposición en el Palacio de San Esteban, descubrirá unos diálogos no solo elocuentes, sino plenos de acierto gracias a una serie de “afinidades electivas” impresionantes que el espectador puede descubrir sin demasiadas dificultades. Un ejemplo: te vas acercando a una monumental obra de Miguel Fructuoso y empiezas a divisarla desde un Campano, el propio Fructuoso homenajea la forma de “descubrir” la pintura de Joan Hernández Pijuan, que le acompaña al lado, y este tiene enfrente un emocionante cuadro de Nico Munuera, con el que compartió el proyecto Relevos. Y de esta manera se establecen numerosas relaciones, desde la considerada “pintura expandida” a esa tríada formada por Tàpies–Millares–Saura.
Son, en efecto, mapas, con muchas líneas de tránsito, donde resuenan las miradas de autores como Aby Warburg o Georges Didi-Huberman a la hora de construir asociaciones. Nosotros no necesitamos visitar a los indios hopi para saber que cada nueva experiencia requiere una nueva forma de ordenar el mundo. Ya lo hace la Colección Mariano Yera por nosotros, y no puede alegrarme más reconocer a muchos amigos dentro de una colección que no pretende conseguir el “cromo” que le falta, sino que permanece atenta a la evolución de los artistas, adquiriendo obras de diversos momentos de su trayectoria. Sin duda, nos enseñan que coleccionar no es acumular, sino dar sentido… mientras se sigue una pasión.
Como en La casa della vita de Mario Praz, este atlas no puede aspirar a la totalidad, sino a la suma de fragmentos –¡y qué fragmentos!–, que no son otra cosa que maravillas que lucen en San Esteban como un gabinete extraordinario. De esta manera, no pretenden adueñarse de la historia del arte –los comisarios, Nacho Ruiz y Carolina Parra, han defendido en varias ocasiones que este es el mapa, aunque podría ser otro; aun más, invitan a que nosotros lo dibujemos–, sino ofrecer rutas y, sin duda, inspiradoras conversaciones. Un viaje que merece la pena emprender.